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Tras deslumbrar al panorama cinematográfico con El espíritu de la colmena (1973), ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, y El sur (1983), estrenada en el Festival de Cannes, Víctor Erice se embarcaría en El sol del membrillo tras casi diez años de silencio. Surgida inicialmente como un encargo, el encuentro del cineasta con el pintor Antonio López abriría la puerta a una nueva reflexión sobre la imagen y el cine, tema que ha marcado de una forma u otra la totalidad de su obra. No en vano, el propio Erice diría a propósito de la película: “a lo largo de este siglo, los pintores y los cineastas no han dejado de observarse, quizás porque han tenido, y siguen teniendo, más de un sueño en común – entre otros, capturar luz-, pero, sobre todo, porque su trabajo obedece, como señaló André Bazin, a un mismo impulso mítico: la necesidad original de superar el tiempo mediante la perennidad de la forma; el deseo, totalmente psicológico, de reemplazar el mundo exterior por su doble.”

Es esta necesidad o impulso de captar la perennidad de la forma y la luz la que guía el propósito de Antonio López en el film, ese propósito colosal de atrapar un membrillero como en una trampa, a lo largo de los meses de verano. Y es este propósito el que, ante la mirada y la cámara de Víctor Erice, dará lugar a una de las películas más oníricas y hermosas de la historia del cine.